¡ME CAGO EN MI ESTAMPA!
Javier Holmes
Obra registrada
Tiempo aproximado de lectura 10m
—¡Me cago en mi estampa! —me dije en silencio cuando leí en el diario la
noticia sobre la muerte de mi cliente. Bueno, más que muerte había sido un
asesinato.
De entre el abanico de posibilidades que tenía a mi
alcance cuando acabé mis estudios universitarios, no se me ocurrió otra cosa
que elegir ser detective privado. De ello hacía apenas dos meses y ese que
estaba en la foto del periódico había sido mi primer cliente. Una buena forma
de comenzar, diría un sarcástico.
Pero lo peor no era eso. Sí, ya lo sé, es bastante, pero
no era lo peor. ¡Es que además me lo estaba tirando joder! Él es, o mejor dicho
era, el abogado de una empresa farmacéutica. Pero no de una multinacional, no,
sino de una farmacéutica de chichinabo.
Lo fui a ver a la morgue. Era lo menos que podía hacer
por él. El teniente a cargo de la investigación me dejó entrar a la nevera,
como así llamaban los de homicidios a ese lugar. Estaba tieso, entendí en ese
momento por qué se les llama fiambres. Le habían hecho picadillo: doce cuchilladas
repartidas por toda su anatomía. La misma que yo había recorrido con mi boca
después de que él hubiera hecho lo mismo sobre la mía.
—Fue un asesinato —afirmó el sagaz inspector que me
acompañaba.
—¿Testigos? —probé suerte.
—Si los hubiera, a un detective sería a la última persona
en el mundo a la que se lo diría —espetó agrio el madero.
—¿Le hemos hecho algo? —pregunté impresionada por la saña
del inspector hacia los de mi gremio.
—¡Sabuesos! Siempre metiendo las narices donde no os
llaman. Háblame del motivo por el que te contrató.
Vale, he comenzado por el final cuando lo debería haber
hecho por el principio. Me llamo Filomena y como la gracia que tuvieron mis
padres cuando eligieron mi nombre yo no la comparto, me hago llamar Pi. Sí,
como el 3,14. Desde que tengo uso de razón y esta la empleé en la lectura, las
novelas detectivescas han sido mi alimento diario. Me sé la obra, vida y
milagros de todos los detectives novelescos, así que cuando acabé la
universidad monté con los cuatro euros que me había dejado mi abuela una
agencia de investigación. La licencia, con mi título universitario bajo el
brazo, me costó poco esfuerzo así que alquilé un cuartucho y me anuncié.
Cierto día en el que pacía con mis tacones sobre la mesa
del despacho, entró un individuo que me despertó. El tipo estaba bien y por eso
le perdoné el comentario que hizo sobre mis piernas. Además, era un cliente, mi
primer cliente. Se llamaba Lorenzo y ejercía como picapleitos para una firma
que no conocía, ni yo ni casi nadie.
—Nos han robado a nuestro director general que además es
el accionista único de la compañía —me soltó.
—Será que le han secuestrado. Las cosas se roban, a las
personas se las secuestra. Es lo mismo, pero hay que respetar la terminología
—me las di de sabihonda.
—No estoy muy seguro de que nuestro jefe sea una persona.
Pero el caso es que ha desaparecido —aclaró.
—Puede ser que se haya ido voluntariamente —tercié.
—¡Imposible! Estábamos a punto de sacar un fármaco al
mercado que iba a revolucionar el mundo. Supongo que ahora puedo hablar de
ello. Verás, lo íbamos a llamar la pastilla del amor.
—¿Cómo? —creí no haber oído bien.
—Sé que es difícil de entender. Verás, una pastilla al
día, sin efectos secundarios, y hace que todo se vea color de rosa: desaparece
el mal humor, fomenta las relaciones sociales, te hace más proclive a la
amistad, también al amor. Y como guinda del pastel: mejora las relaciones
sexuales, de hembras y varones, por igual. Adiós a la pastillita azul. Esta,
por cierto, sería de color rosa.
—Vaya, ¡qué invento! Pues se habrá largado cabreado por
que ha visto que no funciona. No hay más que echar un vistazo por ahí —ofrecí
una alternativa chisposa.
—Está ya probada en humanos y funciona de maravilla. Yo,
de hecho, la llevo tomando desde hace tiempo.
—¡Venga ya! Eso ya lo inventaron nuestros padres. Lo
llamaron LSD, así que déjate de tonterías. ¿Estaba casado? ¿Qué piensa su
esposa de esta desaparición? —comencé al olfatear.
Cuando el leguleyo salió de mi despacho, tenía mi primer
encargo firmado y un cheque por quinientos pavos en mi bolso. También tenía la
dirección de la esposa. Así que la fui a ver a su pisito de mil metros cuadrados
en La Moraleja.
La mujer era un bombón, vestía como un bombón y hablaba
como un bombón. Por cierto, no parecía muy afligida por la desaparición del
marido.
—¿Sabe? Yo también tomaba la pastillita rosa esa —me
confesó.
—¡Ah! Que interesante. ¿Y funciona? —quise saber.
Realmente me interesaba la respuesta.
—No veas. Llevo tomándola desde hace más de un mes. Se
podría decir que soy feliz. No es una droga ya que no genera dependencia.
Tampoco altera ninguna de las funciones cognitivas o sensoriales del cuerpo.
Simple y llanamente te hace amar más y mejor. Y de todos es sabido que el amor
y la felicidad van parejos.
—Vale, ¿y alguna sospecha de donde está su esposo?
—indagué.
—No. Sé que, una vez que se filtró la inminente salida al
mercado, recibió presiones de todo tipo para que tirase por el retrete la
fórmula. Imagínese un mundo donde todos nos dedicáramos a amar, a compartir, a
tratar de ser felices… ¿Cree que eso es compatible con el mundo actual? Piense
la cantidad de personas que tendrían que reciclarse: laboratorios
farmacológicos que ganan un buen dinero con los antidepresivos, los
psicólogos…. Si este tratamiento se generalizase, podríamos conseguir un mundo
donde no hiciera falta el ejército ni la policía, porque todos fuésemos más
humanos.
Efectivamente la pastilla hacía efecto, porque esa mujer,
en vez de estar llorando por las esquinas la ausencia de su marido, estaba
feliz soltándome una arenga utópica que no se tragaba nadie. Creo que ella se
dio cuenta de mi escepticismo y cuando me despedí me obsequió un frasquito con
diez de esas perlas rosas.
Llegué a mi despacho y después del ajetreo del día decidí
probar el contenido del regalo de la esposa del desaparecido. Y como todo me
gusta hacerlo a lo grande, tomé tres y me dediqué a mi juego preferido; a
saber: me quité los tacones, puse los pies sobre la mesa y cerré los ojos para
ver si me llegaba alguna inspiración que me orientase sobre el camino a seguir.
En esas estaba cuando entró mi cliente y me pilló en la misma posición en la
que estaba la primera vez que vino. Se debió pensar que era lo habitual en
mí.
Tenía una noticia que contarme. A su jefe lo habían
asesinado. Me enseñó un mensaje que había recibido donde este aparecía en el
suelo sobre un charco de sangre. El mensaje decía: “Tú serás el próximo”.
—¿Sabes el motivo de la amenaza? —indagué.
—La fórmula solo la conocíamos tres personas, la esposa,
él y yo. Ahora solo quedamos dos. Parece que ya sabemos quién está detrás de
todo esto. Alguien que quiere que nuestra fórmula milagrosa no vea la luz.
Me miró fijamente. Tenía unos ojos preciosos. Y un cuerpo
estupendo. Me tiré a él y literalmente lo devoré. Hicimos el amor durante más
de dos horas. El tipo era incansable y yo, que normalmente me canso rápido,
también me mostré infatigable. No dejó ni un rincón de mi cuerpo sin probar y
no hubo ninguna postura que se nos quedase en el tintero. Estuvo genial.
—¡Maldita pastilla! Funciona de puta madre
—exclamé.
—Eres una mujer increíble. Me gustas —confesó.
—Y tú a mí —también confesé. Puedo jurar que en mis 23
años de vida nunca había dicho eso. Ufff; sí, funcionaba.
Al día siguiente, con el amanecer anunciándose desde la
ventana y recién desayunada, fue cuando grité: “¡Me cago en mi estampa!” al
leer que el tipo con el que había intercambiado fluidos la tarde anterior la
había palmado.
—¿Cuándo murió? —pregunté en la nevera al inspector.
—Ayer por la tarde. Muy cerca de donde tienes tu oficina.
¿Algo que me quieras contar?
¡Mierda!, me dije. No iban a tardar en saber, cuando
abrieran en canal al fiambre, que poco antes de morir había hecho el amor como
un cosaco. Yo no estaba fichada, por lo que mi ADN no constaba en los
registros, pero no me gustaba el giro que había dado esa investigación. No
estaba dispuesta a comentarle nada de mi aventurilla al inspector. Así que me
fui.
El guarda de seguridad me dejó pasar sin problemas a la
urbanización del empresario y su esposa. La puerta estaba abierta, grité el
nombre de esta y como nadie me contestó entré. Huelga decir que no llevaba
guantes y, por tanto, dejé mis huellas allí por donde pasé.
Como el avezado lector ya habrá intuido, el cuerpo de la
mujer yacía en mitad de la alfombra del salón. No las conté, pero eran muchas
las cuchilladas, tantas que la alfombra aun siendo verde parecía escarlata. Me
giré al escuchar una voz detrás de mí.
—Tu material genético está en el cuerpo del abogado,
ahora tus huellas están en esta casa y si hubieras comprobado tu cuenta corriente,
habrías podido comprobar que has hecho un ingreso de veinte mil euros. Sí, el
ingreso está a tu nombre. Así que estás en un lío. ¿Te dijo algo de la fórmula?
Era un tipo anodino, más bien bajo y más bien feo. Su
cara era asimétrica y sus orejas grandes. No le conocía de nada.
—¿De qué fórmula me hablas? —eludí dar una contestación
más concreta.
Sacó una pistola automática, me apuntó y repitió la pregunta.
Mi respuesta fue la misma. No podía ser otra.
—Es importante que, con estas muertes, más la tuya que
será en breve, se entierre para siempre esa ilusión de ser feliz. ¿Lo
entiendes? La felicidad hay que trabajarla, día a día, no vale conseguirla con
una píldora. Hace falta esfuerzo. Así que dime si el puto abogado ese te contó
algo más.
—No sé nada de esa fórmula. Me contrató para buscar a su
jefe y no me ha dado tiempo a investigar —confesé —. Ha sido mi primer encargo.
—Pues has tenido mala suerte muñeca. Va a ser tu primer
trabajo y el último.
No me gusta que me llamen muñeca y mucho menos que me encañonen
con una pistola. Pero el tipo no estaba lo suficientemente cerca como para
atizarle una patada en sus partes que es lo que me gusta hacer con los fulanos
que nos tratan como si fuéramos muñecas.
Se me ocurrió una idea. El matón tenía ante sí un vaso de
bourbon. No sabía si era de él o lo estaba tomando la víctima sin saber que esa
sería su última copa.
—¿Puedo tomarme uno de esos? Me quiero ir al otro barrio
servida.
Palpé mi bolso de tela y comprobé que seguía en su sitio
el frasco que la mujer que yacía desangrada ante mí me había regalado la tarde
anterior. Recordé que las pastillas rosas se deshacían en la boca así que,
tratando de no ser vista, me serví un bourbon y volqué el contenido del frasco
en el bourbon del sujeto; cayeron seis pastillas. Para el mío reservé una para,
si las cosas no salían bien, por lo menos morirme con una sonrisa en la boca.
Brindamos y ambos nos despachamos el néctar de Kentucky
de un trago. En ese momento, mientras coloqué el vaso sobre mi mesa, encomendé
mi alma al diablo. Miré al tipo y comprobé que sus orejas ya no eran tan
grandes, era más alto y menos feo. Él me miró de arriba abajo, soltó la pistola
y buscó mis labios. Me abrazó y me besó en el cuello haciéndome estremecer. Nos
desnudamos y comprobé que el magnum que acababa de soltar no era la única arma
potente que portaba, así que nos entregamos al placer desmedido. Estaba fuera
de sí, no paró de cabalgar sobre mí hasta que decidí que había que invertir los
papeles y me erigí en la amazona. Y también le cabalgué. Mi dosis me había
hecho ver todo de otra manera, más rosa, pero no me había sustraído de la cordura
como si parecía haberle hecho al tipo que tenía debajo. Sabía que le iba a
matar, pero aun así, quise disfrutar de la situación unos minutos más. Hasta
que fingí caer rendida en sus brazos y aproveché para coger el cuchillo con el
que había asesinado a la mujer del empresario.
Se lo clavé en la garganta y cuando lo hice noté como su
miembro, aún dentro de mí, alcanzó el clímax. Realmente la pastilla era todo un
éxito porque murió con una sonrisa en sus labios.
Me incorporé y, a pesar de que no quedaba ninguna
pastilla dentro del frasco y probablemente la fórmula ya era historia, me reí
sin poder evitarlo. Y así seguí hasta que el investigador al que había conocido
en la morgue irrumpió en el salón y me vio desnuda, con un cuchillo en la mano,
partiéndome el culo a reír y al lado de dos fiambres uno de los cuales aún
conservaba orgulloso su símbolo fálico.
Miré al inspector y me descojoné abiertamente en su cara.
A ver cómo le contaba yo lo que había pasado.
FIN
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