Relato corto de Javier Holmes
Obra registrada
Tiempo de lectura aproximada: 15m
Tenía licencia de armas y, como mandan los cánones al uso, en mi despacho contaba con una pequeña caja fuerte oculta tras el cuadro colgado en la pared con mi certificado de la asociación de detectives a la que pertenecía. Abrí la puerta de la caja y comprobé que en su interior seguían estando los diez billetes de cincuenta euros que guardaba para si, en algún momento, debía usarlos de manera inmediata. En el fondo estaba mi arma, perfectamente legal y por tanto declarada.
Se trataba de una Star Super S del nueve corto. Un arma de fabricación española que, aunque el modelo era antiguo, funcionaba perfectamente. O así era hace unos meses que fue la última vez que la probé en un campo de tiro. La pistola, fabricada en Éibar, tenía su antecedente en el Colt M1911. Lucía cachas de pasta marrón muy cuidadas y su calibre la hacía muy eficaz en distancias cortas; resultaba fácil de llevar por su reducido tamaño y peso, seiscientos gramos sin el cargador. La tenía en mi mano y la sentía ligera, con ella estaría más seguro en caso de que alguien osase atentar contra mí o contra mi socia.
Comprobé el cargador y la guardé en mi bolsillo. Sus ciento cuarenta y cinco milímetros de longitud me lo permitían y hasta que concluyese el caso que me traía entre manos, me sentía más seguro con ella cerca. Nunca había sentido necesidad de usarla y, por supuesto, nunca había disparado con ella salvo las contadas ocasiones en que había acudido a probarla para familiarizarme con su uso en un campo de tiro. De hecho, era la primera vez desde que la compré que me disponía a tenerla en otro lugar que no fuera la caja fuerte de mi despacho.
Las armas nunca me habían gustado. Portar una podría llevar aparejado el tener que usarla si la situación así lo requiriera, o sea, ante una situación de grave peligro. Y pensar en ello me generaba bastante desasosiego.
Atendida ya la cuestión de mi seguridad me quedaba la parte más importante. Esa tarde iría a buscar una pistola para mi ayudante. Ella no tenía licencia de armas y, en previsión de cualquier incidente futuro que pudiera ocurrir, prefería que el arma de que dispusiese no estuviera registrada. Por tanto, desestimé acudir a alguna de las tiendas más conocidas en el gremio en las que, a pesar de su clandestinidad, siempre conservaban algún registro del comprador que podría quedar archivado y ser usado en el futuro. Decidí por tanto darme un paseo por uno de los barrios de Madrid donde entendía que me sería fácil obtener algo, lo que fuera, de forma ilegal.
Iba a ser mi primera vez así que antes opté por vitaminarme con un Four Roses.
El barrio de Lavapiés tenía el dudoso honor de ser uno de los lugares de Madrid donde era más sencillo obtener algo prohibido. Aunque no el único. Era todavía de día y aún la plaza no estaba en su apogeo, pero había preferido no arriesgar demasiado y beneficiarme de la seguridad que siempre proporciona la luz solar. No faltaban los hombres de color apostados en alguno de los portales de las calles aledañas a la plaza principal y que a todo el que cerca de ellos pasaba lo saludaban avisando de su presencia. La mayoría de ellos trapicheaban con el costo, pero todos tratarían de dar respuesta a cualquier petición que les llegase y que no ofreciera sospecha. O por lo menos eso era lo que yo creía. No tardaría en comprobarlo.
Me adentré un poco en una de las calles, la más estrecha, y al azar elegí un africano cualquiera de los muchos que había. De casi dos metros de altura, con piel muy oscura y rastas largas, ofrecía un aspecto extremadamente intimidatorio. Probé suerte con él.
—Hola, amigo —me dijo cuándo me acerqué con aire distraído.
—Quiero una pistola —le dije sin preámbulo alguno.
—¡Armas no! Yo no tengo. ¿Quieres fumar? —contestó mirando a los lados y quizá temiendo, por la petición que le acababa de hacer, que pudiera estar ante un policía.
Rechacé el canuto que me ofrecía, lo miré y dije:
—Quiero una pistola. No soy policía y pago en efectivo —seguí andando, muy despacio, a lo largo de la calle ajeno a la petición que acababa de hacer. El africano no me siguió ni yo le miré cuando me largué.
A los veinte minutos de paciente caminata, en la que a menudo me paraba a ver escaparates de tiendas, se acercó un hombre de aspecto sudamericano, me miró durante un rato y me dijo:
—Sígueme, a unos metros amigo.
Anduvimos durante quince minutos por el entramado de calles de la zona. Resultaba evidente que me estaban siguiendo, a la vez que yo seguía al hombre de unos cuarenta años y de aspecto que invitaba a la precaución. Caminaba unos metros por delante de mí y su paso era lento, casi descuidado. Este se paró en el portal de un piso muy viejo que debía estar no muy lejos de la calle desde donde habíamos empezado a caminar, pero yo estaba desorientado y no sabría determinar exactamente el lugar donde se ubicada el piso. Probablemente ese había sido el objetivo del paseo, desorientarme a la vez que comprobaban que no había nadie más conmigo en esa aventura.
He de confesar que entrar en ese lóbrego y abandonado piso, con olor a humedad y a yeso desprendido, me generaba el suficiente miedo como para cuestionarme lo que estaba haciendo.
Dos hombres en el rellano del primer piso me cachearon. Al encontrar mi pistola, se pusieron en guardia:
—¿Para qué quieres otra pistola si ya tienes una? —me dijeron.
—Estoy metido en un lío y es para mi novia —no quise dar ninguna otra explicación, tampoco me la pidieron.
Me quitaron la pistola y la cartera, y entramos por una puerta sin distintivo alguno. Olía a comida frita muy especiada y un reproductor emitía una música de género indeterminado pero que podría ser reguetón. Colocaron sobre una mesita mi arma, a la que le habían quitado el cargador, y mi cartera abierta y vacía. Había tenido la precaución de meter en ella solo quinientos euros y ninguna tarjeta ni documentación que revelase mi nombre. Solo quinientos euros.
—¿Cómo te llamas, amigo? —me preguntó el hombre sudamericano. Se había sentado en una silla barata, de esas de plástico, y me ofreció asiento en la de enfrente mediante un gesto con su mano derecha. Mientras, dos hombres se habían colocado en la puerta, de pie, custodiándome como si contemplaran una posible huida por mi parte.
—Señor Smith —le contesté tratando de no mostrar el miedo que me invadía.
—Bonito nombre, amigo. Más dinero —me pidió. Desde luego no era pródigo en palabras el muchacho.
—Solo quinientos, ni un euro más. No puedo —seguí conteniendo mi miedo y tratando de no hablar más de lo justo para que el temblor de mi boca no me delatase.
—Mil —insistió mientras me señalaba con un dedo amenazador y me enseñaba sus dientes como un perro de presa.
—Solo quinientos. No hay más. Lo siento —apostillé con un tono que esperaba sonase a definitivo.
Pasaron unos segundos demoledores. Mi interlocutor miró a uno de los hombres de la puerta y uno de ellos se ausentó. El sudamericano se levantó desafiante y abrió un cajón que había en la sala. El corazón me golpeaba el pecho y el sudor había comenzado a fluir sin medida. Mientras escuchaba el ritmo de la música con una letra salpicada de anacrónicas obscenidades, no paraba de arrepentirme de la horrorosa decisión que había tomado. Cierto era que había tenido otras alternativas, pero me pareció excitante vivir la aventura de lo ilícito. ¡Ah, siempre el placer de lo prohibido! Aunque ya no me parecía tan atractiva la idea.
Del cajón cogió algo y, mientras se giraba, no pude por menos de cerrar unos segundos los ojos.
El hombre, sonriendo y supongo que consciente de mi miedo, llevaba en la mano dos vasos diminutos, de chupito, y una botella de tequila.
—No pasa nada, amigo, bebe —me pidió, aunque sonó más a orden que a invitación.
¿Cuántas veces habrían repetido esa puesta en escena? Bebí, me hacía falta.
Pocos segundos después entró el joven que previamente había salido, traía un revólver que reconocí como un Astra del calibre 38 especial. Con cañón corto, de brillo azabache aunque gastado, y cachas de madera. Estaba bien conservada a pesar de la antigüedad de la pieza.
—Cañón de dos pulgadas, amigo. Fácil de esconder. En la caja hay cincuenta balas. Si quieres más, vienes y te tomas otro tequila. No hay problema, amigo —me señaló ante mi aún palpable miedo que debía reflejar en la mirada —. Ayer por la tarde vendí otra igual. El tipo me dijo que solo quería dos balas, una para su esposa y otra para el amante de esta. A estas horas los dos podrían estar criando malvas.
Cogí el arma. Estaba muy bien cuidada. El número de registro lijado, por lo que no había marca. El tambor giraba con suavidad y el percutor parecía funcionar bien. Desconocía si se trataba de un hierro manchado con sangre por algún delito anterior, lo que suponía asumir un riesgo en caso de que fuera interceptado por la policía. Pero eso no ocurriría.
Se levantó y me dio mi pistola y el revólver además de mi cartera vacía. Mi cargador y la caja con las balas del 38 se las dio a los dos escoltas que me dejaron de nuevo en la calle sin despedida alguna. Y así finalizó mi aventura. O eso pensaba.
La luz del día, el aire fresco y el bullicio de la calle me parecieron el mejor regalo que en ese momento podía recibir. Nunca más repetiría esa experiencia, demasiado miedo.
Con los dos hierros acompañándome y comprobando que algo de dinero suelto quedaba en el bolsillo de mi pantalón, me dirigí al primer bar que me encontré en mi camino para dar cuenta de otro chupito, de lo que fuera. Necesitaba algo fuerte que me aliviase de la tensión que aún tenía. Había pasado por un laberíntico proceso, ilegal, que me había llevado a obtener un arma no registrada y que pretendía poner en las manos de mi secretaria, socia y amante. Quizá algo dentro de mi cabeza no estuviera funcionando bien. Me prometí hacérmelo mirar en cuanto tuviera ocasión.
Di un largo sorbo y apuré el vaso de un trago.
Esa misma tarde fui a buscar a mi socia en el lugar que hacía las veces de despacho de detective privado y de improvisada habitación de hotel cuando ella conseguía burlar la vigilancia de su marido y se quedaba hasta medianoche entre mis brazos. La había llamado antes por lo que no se sorprendió al verme.
—Si no tienes planes, nos vamos de excursión —dije mientras le daba dos cálidos besos en ambas mejillas reprimiendo no besar sus labios de color carmín intenso. En horario de trabajo procurábamos mantener la compostura. Después de ese horario la muchacha era una fiera.
—Mi único plan eres tú —me contestó juguetona.
No quise ponerla al día de mi aventura para hacerme con la sorpresa que le tenía preparada, más tarde si acaso.
Llegamos a un pueblo del sur de Madrid donde había un campo de tiro. Para disparar con un arma corta era necesario estar federado o ser un madero, pero se trataba del campo donde había acudido a practicar en alguna ocasión anterior y no pusieron objeciones a que tirase ella con la pistola que había comprado y que no verificaron previamente. Sabían que era detective y eso debió ayudar en algo y, quizás, también debió influir el sobre de color crema con cincuenta pavos que de propina le deslicé distraídamente al encargado del club.
—Pero, sapito, ¿crees que estamos en peligro? Así me llamaba conocedora del efecto que en mí provocaba ese calificativo —. Supongo que esto guarda relación con la investigación que tenemos entre manos.
Preferí dejar esa cuestión para más tarde y le enseñé a manejar lo que sostenía emocionada entre sus manos.
—El revólver, querida princesita, es un arma mucho más sencilla que la pistola semiautomática y para distancias cortas este es muy efectivo —. Aparenté ser más erudito en esas lides de lo que realmente era.
Cargué las cinco balas en el tambor, amartillé el arma, la cogí con las dos manos, flexionando las rodillas y disparé a una diana a diez metros que parecía estar a más de cien. Quizá mi puntería había desaparecido sin previo aviso. El segundo tambor fue mejor. Cierto es que la pistola no era muy precisa, pero servía para el objetivo pretendido.
Ella vació cinco tambores visiblemente ilusionada por su puntería, mejor que la mía a todas luces. Parecía admirar ese pequeño objeto, del tamaño de su mano, que le acababa de regalar. Lo guardó en su bolso, sin balas cargadas, eso se lo insistí reiteradamente, y le ofrecí una pizza en la cafetería del campo de tiro que yo ya había probado en anteriores ocasiones y que consideraba bastante aceptable.
Irradiaba felicidad cuando me agarró del brazo mientras entrábamos en el restaurante y puedo afirmar que por ello me sentía el hombre más dichoso del mundo.
—Explícame por favor el motivo del arma. ¿Crees que estamos en peligro? —me preguntó de nuevo, preocupada.
—Nunca se sabe —repliqué fingiendo calma a pesar de que por el rabillo del ojo vi al sujeto que acababa de entrar y amenazaba con estropear la velada con mi rubia de tacones de diez centímetros y piernas largas.
Se trataba de su esposo. Es posible que nos hubiera seguido hasta el campo de tiro.
—Cariño, ¿Qué haces aquí? Sabes que estoy trabajando —le preguntó mi chica, que no solo era mi chica sino que también era su desleal esposa.
Creo que dijo “Ya”, pero no llegué a estar seguro. Mi vista y los otros cuatro sentidos estaban pendientes del rápido movimiento que hizo el marido cornudo y despechado extrayendo un Astra exactamente igual a la que yo acababa de comprar. No me dio tiempo a reaccionar. Apenas conseguí levantar mi brazo de la mesa cuando escuché un atronador disparo y sentí un terrible pinchazo en mi hombro derecho. El impacto de la bala me empujó y caí al suelo.
No estaba muerto, lo intuía. El sujeto reía. Me miró, miró a mi socia que a duras penas trataba de alimentar el tambor de la pistola gemela a la que portaba su marido, y me apuntó de nuevo. Sabía que solo le quedaba una bala porque me jugaría mi pellejo de sabueso a que ese tipo era el que compró el arma al mismo fulano al que se la compré yo.
Miré el ojo negro del cañón apuntándome, miré a la rubia que parecía haber atinado a meter la primera bala en el tambor y cerré los ojos entregándome resignado a la caprichosa voluntad del destino. Una ruleta rusa cuyo azar decidiría si iba a desayunar al día siguiente en compañía de la rubia de piernas largas o esta me llevaría flores a mi tumba.
Y sonó el disparo. Sin lugar a duda era el sonido de una Astra del calibre 38 especial.
FIN
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