MIS MEMORIAS - 28 de junio de 2024 FELIZ DÍA DEL ORGULLO
No deja de ser una amarga ironía de la vida dedicar tiempo a escribir las memorias de una existencia cuando lo que comienza a faltar es eso, el tiempo. Y también la memoria.
Llevo mucho tiempo reuniendo el valor para hacerlo y, por eso, heme aquí, con la pluma cargada de tinta azul en la mano bajo la atenta vigilancia de dos velas que, una a cada lado, se consumen sobre mi escritorio. Pero ellas, a diferencia de mí, mientras se van apagando alumbran a todo aquel que lo necesite.
Enfrente, al lado del tintero, reposan las gafas que me han acompañado desde que tengo uso de razón. Bueno, lo del uso de razón es un decir, porque si hay algo que ha caracterizado los actos de mi vida, desde luego que no ha sido ni la razón ni el buen juicio. Aunque no quiero que me malinterprete el lector ya que éxitos he tenido muchos, sobre todo profesionales. Los suficientes para haberme permitido llevar una vida cómoda, lo que no significa necesariamente que esta haya sido interesante.
Miré las lentes con rabia, son de montura de pasta negra y con un diseño adaptado a los nuevos tiempos. Las compré creyendo que me darían el toque de modernidad que me falta, pero no fue así. Continuaba con ellas igual que con las anteriores, contemplando a mi alrededor un mundo monocromático e incompatible con la felicidad.
Buceé dentro de mi memoria escudriñando en lo más recóndito de la cabeza, que es lo que hay que hacer en estos casos en los que uno se propone recapitular su propia historia, y tropecé con un recuerdo de cuando aún era un púber. En aquella época las gafas eran de varilla metálica. Luis, un compañero del instituto, después de salir de la clase de química, me tomó de la mano una mañana en la que lucía el sol después de un aguacero y me dijo señalando el arco iris.
– ¿Te gusta?
Y yo, que solo veía plantado en el horizonte un semicírculo con siete variedades de gris, solté su mano y salí corriendo.
Esa ha sido mi máxima siempre, correr. Pero lamentablemente en el sentido contrario al que me dictaba el corazón.
Desde aquel día supe que mi futuro siempre adolecería de la tonalidad adecuada y, desgraciadamente, aprendí a resignarme ante lo que consideraba inevitable. Nunca reuní el valor de quitarme las gafas, arrojarlas contra el suelo y pisotearlas hasta hacerlas añicos. Por supuesto que no ha sido por falta de ganas, ha sido más por falta de valentía.
En cuanto me gradué como criminólogo, opté por fundar una agencia de detectives que ubiqué en un cuartucho lúgubre de la periferia de Arrecife. Por supuesto que no me dediqué a investigar asesinatos como mis homólogos, los sabuesos duros de Hollywood de los años 70. Que va, de asesinatos afortunadamente no anda muy sobrada la isla de Lanzarote. A lo más que pude aspirar fue a espiar a maridos infieles cuya mujer me pagaba un exiguo anticipo para que reuniese unas pruebas que, en la mayoría de las ocasiones, ella no llegaría a utilizar para desplumar a su cónyuge durante el proceso de divorcio. Más de una vez alguno de esos casos me hizo reflexionar sobre lo anodina que puede resultar una vida sin más esperanza que la de perpetuar la confortable mediocridad.
Hubo alguna destacable excepción que sí me hizo estar orgulloso de mi profesión, como el caso de unos padres que me contrataron para localizar a su hijo que había desaparecido después de una fuerte discusión con ellos. A nada que rasqué, descubrí que el muchacho calzaba unos tacones en un local del sur de Gran Canaria parodiando con notable sentido del humor el I Will Survive de Gloria Gaynor. Esa noche, la que le descubrí, me limité a tomar un Arehucas de 18 años a palo seco en una butaca mientras disfrutaba de la función y, por supuesto, me cuidé mucho de no hacer foto alguna. A sus padres les transmití la desagradable noticia de que habían avistado a su retoño en una playa tailandesa.
Escribo con orgullo, ahora sí, que esa noche mientras degustaba el ron canarión, miraba con envidia a esos muchachos que parecían flotar al ritmo de la música sobre unas plataformas de altura vertiginosa, adulados por los entusiastas aplausos de un público entregado. Yo también quedé cautivado. Sí, la envidia y la admiración son sentimientos que a menudo afloran asociados.
Continúo escribiendo sobre mi pasado después de recargar el depósito de mi estilográfica. Sobre el perchero descansa mi gabardina beige y el sombrero de fieltro negro, prendas ambas imponibles en Lanzarote, pero que hacen juego con la profesión que elegí. Llevo puesto un traje marrón con corbata rosa, la única prenda con la que me he atrevido a frivolizar. Y también llevo puesta una piel que no es la mía, es tan solo la que por suerte me ha tocado llevar y que acostumbro a cubrir con un vestuario del que ansío escapar a cada instante del día. Maldita cobardía la mía de la que solo he sabido escapar a través de la escritura. Maldito corsé heredado de una sociedad enferma que me ha estrangulado poco a poco y me ha llevado a una lenta agonía que no he sabido combatir.
Aparté esas gafas, que parecían mirarme a través de los cristales grises, para no restar frescura a las palabras que deseaba escribir. Me asomé por la ventana, sin ellas, y vi un arco iris con los mismos colores que las decenas de banderas que ondean en los balcones de mi calle, orgullosas desafiando al viento. Ahora sí las voy a pisotear, me dije, aunque ya solo sirva para dejar constatación de mi rebeldía en el epílogo de ese libro cuyo título aún no he decidido. Y quemaré con gasolina la gabardina y el sombrero. Es mi propósito. Solo salvaré la corbata.
Me levanté y me serví un bourbon de Kentucky, sin hielo. Y seguí escudriñando dentro del cajón de mis recuerdos.
Unas semanas antes de tomar la firme decisión de legar mis memorias a aquellos lectores que las quieran leer, la puerta de mi despacho se abrió interrumpiendo mi rato diario de sesteo. La jubilación no es para mí y, aunque los clientes no abundan, el oficio me sirve para estar entretenido. El cliente me pilló con las piernas sobre el escritorio, el mismo desde el que ahora estoy escribiendo, con las manos sobre mis partes pudendas. A saber con qué estaría soñando en ese momento. Se trataba de un hombre mayor, bastante mayor y su cara me resultaba vagamente familiar. Se apoyaba en un bastón.
Bajé los pies, azarado y le pregunté qué necesitaba.
– Quiero encontrarme con mis recuerdos, sobre todo con uno muy especial para mí – me aclaró sonriendo.
Esa frase, la de encontrarme con mis recuerdos, me hizo pensar y, en ese momento, fue cuando tomé la decisión de escribir mis memorias. No para encontrarme con mis recuerdos, sino para enfrentarme a ellos. Le miré fijamente, su piel marchita no afeaba en absoluto su rostro. Es más, le hacía más amable. Y su mirada…, yo recordaba esa mirada. Eché un trago del néctar ambarino y, mientras este atravesaba mi garganta, recordé. Mi corazón latió desbocado y no supe qué decir.
Se estaba haciendo tarde. La luz de las velas comenzó a tornarse tibia y a mis ojos les costaba identificar sobre el blanco del papel las palabras de tinta azul que salían de la pluma estilográfica. Me froté los ojos y finalicé el capítulo en curso. Era el penúltimo. Miré el reloj y me alarmé, se me había hecho tarde. Me preparé para salir, era el momento de despejar mi cabeza de tanto recuerdo y de tanta palabra estéril. Abrí el armario y contemplé con cierta amargura los anodinos trajes colgados exudando olor a naftalina. Mis ojos buscaron con avidez una percha al fondo, casi oculta. La cogí y contemplé las prendas que colgaban de ella a la vez que un escalofrío recorrió mi cuerpo. Estaba decidido, así que me vestí con el pantalón corto verde pistacho y con la blusa rosa con volantes en la pechera cuyas etiquetas aún pendían de las costuras ya que estaban sin estrenar. Me calcé unas sandalias blancas de medio tacón que guardaba en una caja que ocultaba, no sé de quién, en el fondo del zapatero y me apliqué un tono rosa sobre los labios. Un sencillo colgante sobre el cuello desnudo puso el broche final al proceso de transformación. Estaba listo para enfrentarme al espejo que tan cruel acostumbraba a ser conmigo.
Este, benévolo para mi sorpresa, me devolvió una imagen que provocó que algo se removiese en mi interior e hizo que la estancia se iluminase con un color desconocido para mí.
Sonó el timbre. Puntual. Era Luis que me pasaba a recoger. No pudo reprimir un gesto de asombro al verme así vestido, pero no dijo nada. Solo sonrió satisfecho con la misma sonrisa con la que me obsequió, cincuenta años atrás, cuando me tomó de la mano para mostrarme con orgullo el arco iris. Solo que esta vez yo no iba a salir corriendo. La edad de mis piernas tampoco me lo permitiría y mucho menos los tacones a los que no estaba acostumbrado.
– ¿No coges las gafas? – me preguntó.
– No, veo mejor sin ellas – le respondí cargado de ilusión y esperanza.
Siento que mi narración haya quedado inconclusa, a falta del último capítulo. Ya me perdonará el lector que lo escriba más adelante, cuando le dote de contenido y consiga para mis memorias un final feliz.
MIS MEMORIAS
Un relato escrito por Javier Rodríguez
(Javier Holmes)
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