LA DAGA DEL CASTAÑO
Relato de Javier HolmesObra registrada
Lectura aproximada 20m
Lula trataba con poco éxito de sujetar a Merlín, su gran danés que parecía desbocado a juzgar por el ímpetu que mostraba esa mañana. Estaba en el parque donde habitualmente sacaba a pasear a su perro durante los fines de semana, siempre al alba. Merlín acostumbraba a mostrarse dócil y obedecía las órdenes de su joven ama, pero ese día no parecía él. Lula asió con ambas manos la correa con la que el animal estaba sujeto, pero su fuerza no era suficiente para contener las ansias de éste por acercarse al grueso castaño que presidía la plazoleta central del bosque urbano. Su imponente tronco, casi hueco, sustentaba incontables ramas repletas de espinosos frutos casi maduros. Y alrededor de él, un círculo de matas de fruto rojo le erigía en la estrella del parque.
La joven, a pesar de sus quince años cumplidos ese mismo mes, exhibía un cuerpo ya formado como mujer. Vestía con descaro un escotado vestido azul que le hacía parecer unos años mayor de lo que era. Dos coquetas trenzas rubias le caían a ambos lados de la cabeza y se remataban con sendos lazos azules. Tenía éxito con los chicos del instituto, por supuesto que mucho más del que cosechaba con sus estudios. Miró hacia el enorme tronco, de casi dos metros de diámetro, al que el can parecía querer con desmesura acercarse. Recordaba de niña haber escuchado a su madre innumerables historias que ella había encumbrado a la categoría de leyendas y que todas ellas tenían por trasfondo el interior del árbol, parcialmente hueco, dentro del cual se escondían los maravillosos secretos.
“¡Merlín, no seas pesado!”, le gritaba Lula. El perro la miró durante unos instantes, agitó su cabeza mostrando su negativa a la instrucción recibida y continuó su marcha atraído por el majestuoso árbol cuyas altivas ramas presidían el frondoso parque. Merlín, a pesar de sus escasos dos años en esta vida, ya alcanzaba los cincuenta kilos de peso y eso le convertía en un indómito animal de color canela, incapaz de controlar cuando así se lo proponía.
Lula le volvió a gritar sin entender el anómalo comportamiento que esa mañana estaba exhibiendo su, hasta ahora, dulce y tranquila mascota. Rendida ante la energía de Merlín y, sin poder mantenerlo a raya, decidió ceder de forma controlada a las pretensiones del animal. Poco a poco fue avanzando siguiendo la estela que sobre el suelo iba dejando su gran danés, en la frenética marcha hacia el círculo de plantas salpicada de frutos de los que, ya llegado el otoño, el árbol parecía querer desprenderse. Cuando éste llegó a su destino comenzó a escarbar con sus uñas en la tierra próxima a las raíces que sobresalían del suelo. Al cabo de un rato pareció desinflarse del ímpetu hasta ahora mostrado e hincando sus patas delanteras sobre uno de los matorrales miró jadeante a su ama, ¿Lo ves?, quiso decir. Allí estaba, reluciente a pesar de encontrase semienterrada, una daga de filo curvado, probablemente de origen chino, de unos cuarenta centímetros de acero oscuro y con empuñadura empedrada. La joven la recogió presa de admiración ante la atenta mirada de Merlín. En la parte más ancha de su acerado filo lucía una inscripción con signos aparentemente orientales que no supo descifrar. Sobre el mensaje grabado en el metal, los rayos del naciente sol incidían con furia cegando los ojos de Lula. Levantó la cabeza y miró al astro, aún demasiado incipiente y escondido tras un cielo anaranjado salpicado de nubes de formas redondas. Aun así, de forma incomprensible, sus rayos chocaban contra el metal del arma que Lula sostenía entre las manos.
No supo qué hacer con ella. Acarició la guarnición de piedras granates engarzadas sobre el mango dorado y fantaseó que quizá se tratase de un valioso y antiquísimo objeto. Podría dar cuenta de su hallazgo a sus padres en la esperanza de que su valor sirviera para atenuar la pobreza que desde hacía unos meses asolaba a su familia. Sobre todo después del despido de su padre de la empresa en la que trabajaba, lo cual parecía estar amenazando gravemente la estabilidad del matrimonio y la de la propia familia.
Pero hubo algo, un presentimiento quizá, que le hizo abandonar a Lula esa idea y tomó la decisión firme de custodiar la daga ella misma. La guardó en la mochila de tela marrón que llevaba asida a su espalda y retomó precipitadamente el camino a casa. Cuando abandonó el lugar, un viento suave y cálido recorrió la arena de todo el parque y tapó el vestigio que las patas de Merlín habían dejado cuando escarbó en la tierra. El agujero donde la daga había estado enterrada se cerró borrando la existencia de lo que allí hubo. Ninguna huella del hallazgo había quedado sobre el lugar donde las raíces del castaño se clavaban en la tierra, con una excepción. A escasos dos metros de donde la daga había reposado pacientemente hasta ser encontrada, una pequeña ánfora plateada no mayor de una botella de medio litro asomaba su única asa. Pero ésta, a pesar de su belleza y su blanco brillo, no fue vista por Lula. Ese sol que fue generoso al iluminar el acero de la daga, se mostró cicatero con la vasija escamoteando su presencia.
Merlín sintió el viento en su hocico, volvió la cabeza hacia el lugar desde donde habían iniciado el camino de vuelta y dio un pequeño brinco, apenas imperceptible para su joven ama. El sol continuaba su ascenso imponiendo su voluntad ante las nubes mientras en el parque comenzaba un nuevo día.
* * *
Su madre la llamó por teléfono. Acababa de salir de la aburrida clase de derecho mercantil, en la que su mayor esfuerzo no había sido entender las enseñanzas del soporífero profesor. No, su mayor esfuerzo había sido mantener los párpados abiertos y emitir el menor número de bostezos posible. Pero la noticia que su madre le dio la despejó de inmediato. Merlín estaba en la sala de curas de la clínica veterinaria. El día anterior había cumplido once años, lo cual para su raza constituía un prodigio. Pero le había llegado su fin, así se lo había dicho el veterinario el cual había solicitado permiso para aliviar la pena del animal.
Estaba sentada en el pupitre de su habitación. Lloraba desconsolada mientras miraba el álbum de fotos donde almacenaba aquellas en las que estaba con su perro. Le veía recogiendo la pelota, en la bañera cubierto de espuma o en la fiesta de cumpleaños con un gorro atado con una goma a su hocico. Sus ojos azabaches brillantes exudaban una contagiosa alegría. Había sido su fiel compañero y ahora sobre ella recaía la decisión de prolongar su sufrimiento, o permitir que una inyección le aportara la dignidad que todo aquél que abandona este mundo debiera tener.
Al pasar una página del álbum la vio de nuevo, la foto de la daga. Llevaba casi nueve años guardada en un cajón cerrado con llave y aislada hasta de la curiosidad de su propia cancerbera. Sepultada bajo la losa del olvido. Le costaba recordar el día que la encontró gracias al olfato de Merlín, de ello hacía mucho tiempo. ¡La daga misteriosa!
Desde aquel día en que se produjo tan inusitado hallazgo, las cosas en su familia habían cambiado. Se podría pensar que la daga hubiera recompensado el sacrificio que supuso no ponerla en venta para paliar la difícil situación que pasaban en aquel momento. Su padre, a los dos días de esconder su pequeño tesoro en el cajón, encontró un buen empleo de agente comercial en una empresa en la que, con denuedo y un derroche de esfuerzo, fue escalando posiciones hasta ser en la actualidad el director de ventas. Eso les había permitido trasladarse a una zona más próspera en un barrio residencial. Desde su ventana podía ver a los innumerables paseantes que caminaban por la rambla ajenos al dolor que ahora le atenazaba a ella.
Lula tenía quince años cuando encontró el bello tesoro a pie del centenario castaño, en las raíces de su tronco hueco. Repetía por entonces curso en el instituto y todo hacía presagiar que abandonaría los estudios e iniciaría el incierto camino de su futuro, desprovista de la mejor arma de la que un joven podía disponer, su educación. En cambio ahora cursaba cuarto año de derecho y su expediente académico prometía resplandecer dentro de un marco dorado en pocos meses. Era una de esas alumnas de las que nadie dudaría en calificar como brillante.
Y por último estaba su hermanito, David, un precioso niño rubio de ojos azules y rostro angelical que ahora tenía ocho años. Los médicos no se explicaban cómo su madre, después de tantos intentos infructuosos, había conseguido contra todo pronóstico concebir una nueva y deseada vida. Ese niño había sido el revulsivo que su familia necesitaba para consolidar unos lazos que, antes de nacer el pequeño David, parecían estar a punto de desvanecerse.
Todo había cambiado en torno a su familia desde que la daga reposaba en el humilde cajón de su escritorio. ¿Había sido, quizá, la recompensa obsequiada por ésta al no haber sido vendida a algún facineroso especulador para traficar con su valor? No lo creía, había sido educada en el más profundo escepticismo y huía de todo aquello que su analítica cabeza no fuera capaz de procesar. Pero tal cúmulo de sucesos, tan afortunados, le hacía cuestionarse los primigenios pilares sobre los que descansaban sus creencias.
Tomó la llave que guardaba, celosamente, en una pequeña cajita en la que custodiaba todas sus preciadas alhajas, y abrió el cajón. Eran casi nueve los años transcurridos desde que no la contemplaba. Pero lo que vio allí dentro la sorprendió. Un hedor a podrido inundó su habitación según el cajón cedía paso a la luz. Cerró los ojos y los volvió a abrir con la esperanza de que todo hubiera sido un desafortunado espejismo. Pero no, esa no era su daga, era otra cosa diferente.
El brillo de su acero oscuro se había tornado en el marrón azulado de la herrumbre. Su afilado y curvado filo se mostraba mellado a pesar de que no había mediado uso desde que en su jaula fuera encerrada. Y su empuñadura dorada, enriquecida por preciosa pedrería escarlata, se encontraba tan ajada que resultaba difícil delimitar el metal de la piedra. Todo el esplendor que la pieza había exhibido se había transformado en podredumbre y hollín. Nada había del encanto que recordaba cuando hace nueve años la sostuvo en su mano por primera vez. Sólo quedaba miseria.
La guardó de nuevo compungida por el revés que había sufrido tan bello recuerdo. La daga debía cambiar de lugar. Lula pidió un favor a su madre. Accedería a que a Merlín le inyectasen la letal combinación que aliviase su sufrimiento, pero de sus cenizas se encargaría ella. Recordaba una pequeña tienda oriental muy peculiar a juzgar por lo que su escaparate enrejado mostraba con escaso lucimiento, muy próxima al parque donde la daga había descansado pacientemente hasta ser encontrada por ella. Allí no vendían lo que habitualmente ofrecían ese tipo de tiendas. Lo que allí, tras el cristal, se exhibía, era incierto e inquietante. Objetos difíciles de catalogar. Desde luego el establecimiento no estaba falto de un cierto halo de misterio y, atraída, decidió probar suerte.
Un letrero rojo con caracteres orientales sujetaba dos farolillos que suspendidos iluminaban al cliente que accedía a la tienda. Según abrió la portezuela de metal dorado, tan estrecha que casi se tuvo que poner de lado para entrar, quedó atrapada por el tintineo de las campanillas que alertaban de la entrada de un cliente. Allí la esperaba, impasible, un hombre oriental enjuto y con barba de cien años en actitud servicial y con las manos apoyadas en el mostrador. Entre sus dos manos, que reposaban sobre la mesa con la palma hacia arriba, descansaba una pequeña ánfora de color plata con una sola asa. Su vendedor la definió como antiquísima y auténtica. Además no regateó el exiguo precio que Lula le ofreció por el objeto, más no podía pagar. Olía allí a un extraño y empalagoso perfume que la trasladó a otro tiempo que ya parecía lejano; sentía una sensación agradable, pero deseaba salir corriendo de aquel lugar en el que se sentía prisionera. Tomó la vasija y con ella acompañó a su madre a recoger los restos de Merlín.
Al día siguiente, con el alba, salió a pasear por el parque. Eran tan temprano que los más madrugadores deportistas aún no habían hecho acto de presencia, calzados con sus zapatillas de color llamativo, dispuestos a regar el suelo con su sudor. En su bolsa de deporte, la daga, una pala metálica con mango de madera de no más de treinta centímetros y una pequeña ánfora en la que troquelada figuraba una inscripción que posiblemente fuera de origen chino. Se acercó al lugar donde el castaño se encontraba adherido a la tierra que le daba el sustento y, repleta de pesadumbre, con la pala cavó un agujero no muy profundo, sólo lo justo. Metió en él las cenizas de su fiel amigo contenidas en la vasija plateada, colocó junto a ella la herrumbrosa daga y cubrió de tierra el hoyo. Nunca se había caracterizado por su excesiva fe, pero aun así se santiguó a modo de despedida. Esperaba que allí naciera una preciosa planta a la que admirar en sus paseos matinales. Se secó las lágrimas que de forma incontenible resbalaban surcando sus mejillas y retornó a su casa. Al día siguiente tenía un examen importante y debía aprobarlo.
Lo que Lula no supo, y ya nunca sabría, es que la inscripción de la daga era idéntica a la de la vasija donde descansaban para la eternidad las cenizas de su perro Merlín. - La daga de la fortuna -. La misteriosa leyenda que sobre ella pesaba seguiría tan oculta como la propia daga. Y allí reposarían ambos objetos, en el lugar en que se encontraban, hasta que alguien que lo necesitara tuviese la fortuna de encontrarlos.
財富的匕首
FIN
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